El domingo era siempre el mejor día de la semana: regresando de la liturgia de las ocho de la mañana, “la de los niños”, Olga se detenía casi más impaciente que yo ante aquella barda que era más como un barandal de concreto, a ver las iguanas tomando el sol matinal. Eran de esas iguanas más gris obscuro que verde, camufladas perfectamente con la sombra de las hojas de los árboles de mango donde vivían. Podríamos estar ahí mirándolas todo el día si de nosotros dependiese, pero tendríamos que volver pronto a casa, llegar con la masa recién salida del molino para almorzar tortillas hechas a mano apenas saliendo del comal, con uno o dos huevos de gallina de patio, “de las buenas” como decía mi abuela. Un día volvía de la papelería “La Oriental”, nunca antes había pensado en el origen de su nombre hasta hace poco, las dueñas eran un tipo de legado matrista perfecto, de no más de dos generaciones. ¿Debería su nombre a este tema de los ultramarinos? Pudiera ser, también vendían pepitos de tamarindo, dulces y recuerdo que hasta juguetes.

En fin, de camino a casa, vi a penas de reojo un punto dorado sobresaliente de entre las hojas de un puán. Claro que me detuve a verlo a más detalle y llevármelo, cuando de pronto, entre tanto alboroto que hice de las ramas, el pinto dorado tuvo alas y salió volando: “¡UNA CATARINA DORADA!”, sabía que nadie me creería, como la vez que escuché a la llorona, o la vez que vi una mano en el río después de la lluvia, mostrando cuatro dedos que, convencido, aseguraba que el fin estaba cerca. O la vez que vi un ovni del tamaño de un plato que cuando volaba dejaba una estela de colores detrás suyo. O la vez que vi a los duendes jugar con “los cristalinos”, unas gemas muy brillantes que habían robado de otros seres que son los que se encargan de dar luz en la otra dimensión donde todo el tiempo se libra una lucha entre el bien y el mal, de donde resulta lo que pasa en La Tierra cada día desde más atrás de la historia de la humanidad.
Bueno, la catarina dorada era algo más simple que todo eso, aún así, nadie me creería. ¿Qué quedaba? Desde muy chico sabía que no tenía más que creer en mi. No porque tuviese una infancia llena de sueños rotos, nada de eso. El solo hecho de confiar siempre en mis propias aptitudes me era bastante suficiente. Aún así nunca me sentí con, siquiera ganas, de vanagloriarme por mis logros. Sí, mis papás llegaban con la mejor fiesta de cumpleaños que yo hubiese imaginado. Cada año con el pastel más grande que yo haya visto, con la mayor cantidad de piñatas que yo haya partido, y con mis amigos más divertidos que nunca.

¡Uff! Vaya que siento nostalgia de esos maravillosos tiempos. Siento el no poder recuperarme tan pronto de las pérdidas como antes lo hacía. Sin embargo, hablando de pérdidas, no todo está perdido. Como las incontables veces, que después de muchos años, vi catarinas doradas reflejando el sol en sus alas. Og!, dijeran mis amigos judíos cada que se sienten maravillados por algo.
La creencia en uno mismo es bastante difícil, casi como el poema de Elizabeth Bishop, donde dice que el arte de perder no es difícil de dominar. ¿Donde reside la confianza en uno mismo si alguien no cree en ti? Pienso que desde que no decidimos ignorar todas las cosas hermosas que vivimos, desde que empezamos a trascender de conflictos de falsa satisfacción personal, disfrutando de la culpa de otros. Desde que cambiamos el sufrimiento por el “elijo estar bien”, se puede vivir en paz, sereno, confiado, seguro.

Siempre habrá elementos externos, inevitables, como el sol que hizo que esas iguanas de aquel árbol de mango fuesen machos y no hembras. Pero también siempre tenemos la opción de elegir. Elegir amor, elegir felicidad, elegir paz… y un día platicarle a alguien, sobre aquel punto dorado, brillando una mañana de domingo, sobre una hoja de puán.