Por David Uriarte /

 

Es evidente que no se puede hacer una crítica sin fundamentos, menos si existe un fenómeno sociocultural y mediático arrollador como el de la película ROMA del mexicano Alfonso Cuarón, sin embargo, al quitarle la emoción propia de la identidad solidaria del paisano triunfador en el extranjero, aparece una realidad opaca contrastante con la brillantez mercenaria de los galardones recibidos por la película mexicana de Cuarón.

Si la idea original del cineasta fue revivir el movimiento estudiantil del 68, recrear las escenas vividas en la colonia Roma de la hoy ciudad de México, y mostrar la idiosincrasia de la sociedad hace cincuenta años, entonces el logro es absoluto, de ahí el mérito de la crítica especialista, pero si analizamos la cinta desde la óptica psicológica, entonces las cosas cambian.

La explotación, discriminación, y la doble moral aparecen de inmediato, con la exhibición propia del machismo soterrado de una clase media confundida con burgués. La figura de la aclamada actriz que interpreta a la servidumbre de una familia “clasemediera”, representa el calor de una maternidad malograda, la sed de mantener un vínculo de afecto que intenta comprar con su erotismo, y el reducto de la lástima de quien tiene el poder de ayudar con el tráfico de influencias en las instituciones de salud.

La actriz principal vende muy bien las miserias de una sociedad polarizada por el poder y el dinero, lo mismo hace la actriz que representa la esposa del médico, cuyo éxito profesional es el pasaporte a la diversión, el placer, la infidelidad y la ruptura de su familia.

La película ROMA maneja los roles de género y sus consecuencias de poder entre la familia, la sociedad, y el gobierno, mantiene inmóviles a los cinéfilos, emocionados a los identificados con la clase social de la actriz principal, reflexivos a los analistas, e indiferentes a los sociópatas identificados con los novios de las trabajadoras domésticas.

Con las personalidades y estados mentales de los actores, Cuarón exhibe una realidad generosa de la cultura mexicana, una violencia matizada por las emociones que confunde hasta los expertos de la crítica, un estado mental del colectivo social donde la cronicidad confunde lo frecuente con lo funcional.