Por David Uriarte /
No existen recetas de cocina para una crianza funcional y sana de los hijos. Existen circunstancias propias de los padres, condiciones únicas, historias compartidas, y conflictos no resueltos, la suma de todo eso induce una crianza sana o una crianza patológica.
El llanto inconsolable de los padres sobre el ataúd de los hijos por la muerte violenta, producto de la conducta sociopática, es una escena conmovedora que ilustra parte de una crianza disfuncional.
La ausencia sospechosa de los hijos, aún más, la ausencia derivada de un “levantón”, o la privación ilegal de la libertad, golpean en lo más profundo del sentimiento doloroso de los padres, a veces con la conciencia plena del cobro de sus acciones, a veces sin la menor idea de los pasos donde andan sus hijos.
En muchos de los casos, la conducta errática de los hijos, refleja la calidad de la crianza de los padres, existe una relación directa entre la forma de ser de los hijos y la forma, modo, o estilo de crianza, siempre los extremos son eso, extremos, desde la ausencia total física y emocionalmente de los padres, hasta la sobreprotección enfermiza e inconsciente que forma hijos inútiles, pasando por la agresión física y emocional formadora de hijos resentidos, frustrados, negativistas, desafiantes, agresivos, o generadores de violencia como dice el gobierno.
A veces los últimos en saber o conocer los pasos de sus hijos son los propios padres, se llevan una verdadera sorpresa cuando las autoridades exhiben a sus hijos como verdaderos delincuentes, con la evidencia irrefutable de una conducta criminal.
La culpa termina siendo un verdadero veneno a la hora de hablar de la crianza, en términos generales hay dos enemigos de la felicidad cuando se habla de crianza de los hijos: el miedo, y la culpa.
Hay padres que le tienen miedo a sus hijos, no se atreven a poner orden, disciplina y limites, los dejan crecer de manera amorfa, son los hijos los que establecen la ruta conductual porque los padres están invadidos de miedo o de culpa.
La culpa es un sentimiento que experimentan algunos padres que generalmente no tiene sentido o fundamento, excepto cuando evidentemente la conducta delictiva de los hijos es producto de la deformación en la crianza.
Ninguna cantidad de culpa saca a los hijos del infierno donde se metieron, menos cuando su último refugio es el ataúd, la cárcel, o la sala de terapia intensiva.