Por David Uriarte /

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la adolescencia es un fenómeno psicosocial que se presenta en la segunda década de la vida, de los 10 a los 14 años, se considera adolescencia temprana, y de los 15 a los 19 años adolescencia tardía.

Una cosa es la edad y otra cosa diferente es la madurez psicológica o emocional de la persona, por eso, también hay criterios psicológicos para determinar el término de la adolescencia, son cuatro los criterios; capacidad de abstracción, identidad, autonomía e independencia.

Hay personas de cuarenta años que psicológicamente siguen siendo adolescentes, y adolescentes de 18 años cuya madurez es evidente.

El pleno del Senado aprobó hace unos días, con 45 votos, la reducción de la edad mínima para ocupar cargos públicos pasando de 21 a 18 años la edad para las diputaciones, y para ser secretario de estado la edad se reduce de 30 a 25 años.

Por lo visto la política y la neurociencia no se consultan entre sí, la corteza cerebral que es la parte del cerebro que nos hace humanos, no madura por decreto, su madurez empieza por los niveles de ácido fólico en la etapa prenatal, es decir, la preparación de la madre para anidar al nuevo ser.

Después, está la parte genética del padre y la madre; después, la nutrición y desarrollo en la etapa embrionaria donde se produce la organogénesis, en este caso, el desarrollo del tubo neural que dará paso al cerebro y la médula espinal; y finalmente, la maduración paulatina de la corteza cerebral, especialmente la corteza prefrontal, en algunas personas, esta parte del cerebro que se encarga de la planeación y el juicio madura hasta después de los treinta y cinco años.

Creer que por decreto los cerebros de hombres y mujeres van a madurar a los 18 o 25 años, es una postura que desafía a la neurociencia, es una postura dogmática, política, salpicada de intereses legítimos pero carentes de certeza biológica.

Los experimentos in vitro son una cosa, pero in vivo, representan un riesgo en la curva de aprendizaje ensayo-error, la bioética tiene su espacio en estos casos donde las ocurrencias rebasan por la derecha a la ciencia impulsadas por el combustible de los decretos que se hacen leyes.

Si un cerebro maduro, reposado, experto, y sano, puede ser sorprendido por los intereses ideológicos que lastiman a la sociedad, imaginemos el resultado y precio de un decreto que reta a la neurociencia.