Por David Uriarte /

A la pareja la terminas de conocer en el divorcio, a los hijos en la herencia, y a los amigos en las dificultades… Algo parecido pasa con algunos políticos, los terminas de conocer cuando pierden, se parecen a esos hijos seductores, simpáticos, propositivos; siempre y cuando les digas que sí.

La política ha engendrado hijos de distintos vientres. La fantasía de la política es juntar a todos sin que renieguen, que lleguen a consensos y acuerdos, que se respeten entre sí, sin embargo, los hijos se le revelan al padre cuando ven diferencias o se sienten rechazados, desplazados, minimizados o no valorados por ser hijos de otro vientre.

Los hijos que son mayoría se sienten seguros y piensan que siempre serán privilegiados con sus razones por el simple linaje de su padre, sin embargo, cuando se dan cuenta que a su padre llamado “política”, no le pueden cumplir porque un juez llamado “democracia” les dijo que no… entonces aparece la verdadera identidad, hasta entonces los conoces: la sonrisa y la seducción de la seguridad se transforma en un rostro adusto, sacan de su bodega emocional los pensamientos de una identidad irreconocible, sienten la injusticia de una verdad que no reconocen, se les olvida que el padre es el mismo, lo que cambia es el vientre que los concibió.

Tener cuatro hijos de un vientre, tres con otro, dos con otro, y uno con otro, hace pensar dos cosas equivocadas: primero, que la mayoría simple siempre impondrá sus razones, y segunda, que los hijos que son minoría nunca se pondrán de acuerdo para unirse en contra de la mayoría.

El celo de los hijos al ser del mismo padre, pero de distinta madre, es natural; lo que no es natural es el enfrentamiento con tintes sanguinolentos, con una puesta en escena de la obra “Caín contra Abel”.

La mayoría siente que le quedó mal al padre, que le fallaron, que éste no se los perdonará y perderán la primogenitura, piensan tantas cosas que antes no se imaginaron, pasan del pensamiento al sentimiento y se muestran algunos desconsolados, otros encolerizados, y unos más, esculcan las alforjas de la perversidad a ver que encuentran como bálsamo que atempere el sufrimiento repentino, que cambio la sonrisa placentera por la sonrisa sardónica.

Los hijos perdedores no conocían la palabra “derrota”, ahora seguirán sentados juntos, pero separados… viendo cabizbajos al padre y volteando con recelo a ver al juez.