Por David Uriarte /
De manera concreta, hay que aclarar que la virtud de ser pobre, en este caso, se refiere a la pobreza económica: a la incapacidad de contar con el dinero suficiente para completar las aspiraciones básicas del ser humano; a la imposibilidad de tener una casa propia, no hipotecada; a la estrechez del ingreso que solo alcanza para lo básico de la alimentación —alimentación cargada de carbohidratos baratos, en tanto que la proteína de carne no está al alcance del bolsillo—.
No se trata de la virtud como parte del dogma cristiano o religioso como tal. Se trata de la virtud en tanto es el alimento de la bondad político-partidista.
En algún momento, alguien se ha preguntado: ¿qué pasaría si no existieran los pobres? ¿De qué vivirían ciertos partidos políticos? ¿A quién le venderían la promesa y el discurso de la esperanza? ¿A cuántas personas juntarían en los mítines? ¿Quiénes, y cuántos, les aplaudirían?
Estas y muchas preguntas más se desprenden de la idea —imposible— de contar con un país sin pobres o, por lo menos, de reducir la pobreza a su mínima expresión.
La virtud de ser pobre encierra, por un lado, las estrategias políticas para mantener el poder, y por otro, la esperanza de millones de personas y familias que ven en el régimen político su salvación, para mantenerse bajo el efecto de la ley del menor esfuerzo mental, y así seguir navegando en el océano de las promesas o en el camino hacia la tierra prometida.
La pobreza estrangula la calidad de vida de quienes la experimentan.
¿Alguna vez alguien se ha preguntado qué pasaría si a los pobres se les apoyara a cambio de cursar sus estudios, mínimo hasta la licenciatura? ¿Qué pasaría si, al terminar su formación universitaria, se les garantizara un trabajo digno y bien remunerado?
Un cerebro entrenado en la abstracción, o en la capacidad de síntesis y análisis, es un cerebro preparado para construir ideas, pensamientos, actitudes y prácticas que harán de la persona alguien dispuesto a forjar su propio destino, con un estilo y una calidad de vida totalmente diferentes a los de un cerebro hundido en la pobreza económica. Este último, cuyo estilo y calidad de vida están destinados a perpetuar la pobreza, se entrena —de forma robusta— para subirse a la patineta de una esperanza generacional, donde la promesa se convierte en religión y la espera, en devoción.
La virtud de ser pobre dejará de serlo cuando la riqueza no busque ser virtud, sino bienestar.