Un día, vi la oportunidad de formar parte de un proyecto de, por lo que he comprendido y para lo que me ha sido útil en estos meses, exposición de mis miedos, anhelos, sueños, apegos y otras emociones. De la lista de opciones para explorar, pensé que el hablar de “inteligencia emocional” me caería bien.

Siempre estuve muy atento a no querer sentirme la voz de los apagados, puesto que me carcomía la idea de sentirme responsable por los pensamientos y sentimientos de otros. Cada quien vivimos una historia diferente, casi como los olores que cada uno de nosotros podemos llegar a reconocer después de conocerlos por primera vez.

¿habrá algún remedio para sanar la desconfianza?

Se dice que somos capaces de identificar más de mil millones. Yo recuerdo el olor del humo que salía de las brazas ardientes, que cocían los tamales de puerco en salsa roja. El altar de muerto de cada año con sus cientos de olores: las mandarinas, las limas, las naranjas, el pan blanco, el pan dulce, el queso, el mole con arroz, en casa de mi abuela. La flor de mayo roja y su diferente olor con respecto a la de puntas amarillas. Las de los brotes intactos y las recién cortadas que dejaron de recibir nitrógeno, fósforo y potasio.

Recuerdo el olor del guano de los murciélagos, colgados de noche, de las ramas del puán. Los puritos de masa, manteca y sal recién salidos del comal. El agua hirviendo con hojas de chaca y albahaca para curarnos del espanto. El olor del tomate quemado a la flama para aliviar el dolor de anginas, los aceites esenciales del gordolobo mientras se preparaba el té para la tos; el olor de la sopa de elote que me hacían cada dos o tres meses. El jabón moncler amarillo con aromas cítricos combinados, el casi sofocante chile de árbol, seco, quemándose en el sartén para la salsa de chile de ajo de la comida, las capitas, los bollitos de elote, los de anís, los pintos de frijol, los totopos dulces, los tintines, el agua de coco que me daba mi abuelo cada vez que prepararía sus cocadas. Las cocadas mismas, sin colorantes, por supuesto; el sopor de la calle donde vendían el pescado, cada domingo, con el típico calor del trópico, y un sinfín de aromas, de los cuales, muchos, reconocería en un santiamén sin vacilar.

Así de precisa y así de selectiva puede ser la mente al tratarse de los recuerdos. Hay gente que asegura recordar una vida antes que ésta; se ubica en un tiempo y un espacio concretos, con lujo de detalle. Otros tantos, optan por dejar los recuerdos atrás, ese no es el problema, la premisa es ¿cómo hacerlo? Su servidor se ha dado de topes como recurso desesperado, a lo mejor pensó que en algún momento eso funcionaría después de tanto intentarlo. Tal vez la clave resida en nunca dejar de intentarlo, no abandonar el proyecto, y no necesariamente dirigir la frente directo al concreto.

Así como nadie puede identificar los distintos aromas de la misma forma o con la misma intensidad, sólo podemos tener una alusión a lo que el otro puede sentir. Yo describo mis estados de ansiedad con tal detalle, al punto que a nadie le guste siquiera escuchar lo doloroso que podría ser sentir algo así.

Como ese té de gordolobo, ¿habrá algún remedio para sanar la desconfianza? ¿Hasta dónde tienen solución las cosas? ¿Hasta cuando se puede intentar empezar desde cero?

Esta vez, este texto no habló sobre cómo salí del túnel o como dejé atrás las veces que sentí que no era capaz de mantener una relación. Sin embargo, estoy convencido que siempre uno es el responsable de auto rescatarse. Tengo una fe desmedida, y también creo en lo valiosa y hermosa que es la vida, de lo efímera que puede ser y que es mejor buscar estás feliz. Que hay que partirse la madre por serlo. No creo que tenga fin el buscar la felicidad, pero siempre valdrá la pena. Creo en el poder del amor y como empieza desde el propio, sin responsabilizar a alguien más por nuestras tristezas. ¿El peor de los miedos? No entregarse al amor y no ser amado.