Por David Uriarte /
A veces, la soberbia, traslapada con la inteligencia, impide abrir los ojos de la conciencia, haciendo de la oportunidad un desastre. Esto sucede en casi todos los ámbitos de la vida, especialmente en lo político.
Muchos tecnócratas improvisados de políticos —otros, producto de condiciones y circunstancias familiares o de amistad— llegan a cargos públicos o de elección popular con la creencia de que solo se necesita el visto bueno del o de los que mandan en la política partidista del poder.
Una cosa es aparecer en la galería de la historia de los recintos oficiales, y otra muy distinta es aparecer en el ánimo de los gobernados como alguien capaz, empático, con aceptación derivada del grado positivo de su desempeño.
Tener un carro no significa ser mecánico; tener un dispositivo electrónico no significa ser técnico; ser gobernante tampoco significa saber de todo. Para eso están los especialistas en cada área: hay expertos en temas de comunicación, de información, de economía, de salud, de construcción y, por supuesto, expertos en política y manejo de crisis. A esos hay que preguntarles cómo afrontar la percepción catastrófica que construye la sociedad ante eventos imprevisibles que sangran la confianza del pueblo.
Hay un dicho que reza: “El que pregunta no se equivoca.” Preguntarle al experto es muestra de humildad e inteligencia; montarse en la cresta de la ola del poder es muestra de soberbia, que oscurece la visión y el sentido común.
Hay dos tipos de expertos: los estudiosos de los fenómenos y la conducta humana, y los que han vivido la experiencia de gobernar. Existe otro grupo muy socorrido en estos casos: los ocurrentes.
Los expertos técnicos, estudiosos de la conducta humana, tienen una visión teórica de las cosas. Los expertos que han vivido en carne propia las experiencias dolorosas de una sociedad que reclama lo básico en materia de derechos humanos —como el derecho a la vida y a la seguridad— tienen, en las alforjas de su experiencia, parte importante de las soluciones que esperan los gobernados. En resumen, tienen idea de lo que hay que hacer… y también de lo que no hay que hacer.
Invocar a los ocurrentes tiene un costo político irreparable. No son las estrategias luminosas y radicales lo que espera una sociedad dolida; esperan resultados medibles, evidencia del interés del gobernante.
Las ocurrencias tienen efecto búmeran.