Por David Uriarte / 

Familias mutiladas por la navaja de una realidad que no se puede esconder: dolor, sufrimiento, frustración, coraje, miedo, sentimiento de abandono… En fin, una serie de sentimientos y emociones encontradas, como aderezo a una vida que solo aspira al bienestar, la paz y la seguridad.

Una sociedad inmersa en la influencia judeocristiana, acostumbrada a escuchar que el amor es la base y el centro del bienestar, el remanso de paz donde se puede navegar con seguridad hacia una vida plena, en la que la persona, la familia y la sociedad puedan respirar el aire de la armonía.

Una sociedad electrizada con el contraste entre sus ilusiones y su realidad: mientras en su mente retumban las ideas del amor pleno, en su alacena la sequía no se acaba; su refrigerador solo alberga el frío de la esperanza de que algún día estará repleto de comida; su cartera es apenas un adorno que abulta el bolsillo del pantalón. Un día más que hay que irse a dormir con la carga ansiosa de un mañana mejor.

El combustible del amor sigue siendo la motivación para levantarse un día sí y otro también, con la esperanza de que la mejora llegará tarde o temprano. El amor, al margen de su definición, infunde confianza; se convierte en el analgésico que quita el dolor crónico de una vida sujeta a la carencia como estilo de vida.

¿Y el amor?

Las estadísticas mundiales refieren que la mitad de las parejas terminan separadas, dejando a veces hijos inmersos en el sufrimiento por el rechazo y el abandono. También hay registros de un cierto miedo al compromiso. Por eso, muchas parejas inician su vida como tal, pero sin la firma de un convenio de voluntades. Otros, de plano, coinciden en no tener hijos como forma de perpetuar su libertad y mantener sus roles de solteros. Algunos se deciden por las mascotas; tal vez esta sea su forma de manifestar el amor y la materialización de una especie en transición.

Al margen de las definiciones conceptuales del amor —y al margen de tintes religiosos, espirituales, filosóficos o científicos—, el amor hace converger conciencias en torno a una fuerza o energía purificadora, que sólo anida el bien y lo bueno. El problema es la idea mágico-religiosa de pensar en el amor como una cataplasma que cubre la imperfección humana cuando esta se transforma en tragedia personal o colectiva.

Ante la estadística de una sociedad con miedo, ansiosa y víctima de la violencia, retumba la pregunta:

¿Y el amor?