Por David Uriarte

Perder una parte del cuerpo representa, a veces, la ausencia definitiva de un órgano. Se vive con lo que queda, con lo que se tiene. Sufrir es opción cara; aceptar puede convertirse en tarea difícil. Según el grado de salud mental, la capacidad resiliente y el manejo del duelo, la persona afectada se incorpora a la vida diaria con todas sus potencialidades, dispuesta a continuar por el camino de la vida y llena de felicidad o bienestar. La suerte de una persona influye en la suerte de la familia, incluso de la sociedad. Perder la vida es oferta cara; perder la tranquilidad es agonía eterna. Algunos hechos presagian destinos grises u oscuros y dan paso a la sentencia: cuando ya nada es igual.

Perder un hijo ejemplifica esa condición que alberga la idea de que nada volverá a ser igual. Visitar el panteón puede convertirse en una tortura persistente que revive momentos oscuros. Lo mismo ocurre al perder la paz y la tranquilidad: existe un antes y un después. Un antes donde la violencia o el desorden social eran marginales; un después donde la incertidumbre del daño colateral se vuelve visitante permanente de la conciencia social.

Los países en guerra siempre muestran ese antes y ese después. El desorden en materia de seguridad pública exprime la paz y la tranquilidad de cualquier persona consciente de los alcances de una guerra sin sentido, de enfrentamientos trágicos que auguran más sufrimiento social. Al mismo tiempo, motivan pensamientos de esperanza, donde pueden ocurrir dos cosas: que se acaben los delincuentes o que se acabe el dinero para patrocinar la guerra.

Que se acaben los delincuentes en su totalidad resulta difícil; que disminuyan significativamente es posible por la muerte, el encarcelamiento o el destierro. La suma de estas condiciones también puede ofrecer una solución a mediano plazo: algunos delincuentes muertos, otros prisioneros y otros prófugos pueden reducir la densidad delictiva. Otra opción es la ausencia de poder económico, la incapacidad para subsidiar la nómina delictiva, incluida la infraestructura mortal. Este fenómeno se vuelve evidente y se mide con el aumento en el número de vehículos robados.

Después de la Operación Cóndor ya nada fue igual; después de la guerra de 2008, ya nada fue igual; y después del 25 de julio de 2024, tampoco.