Por David Uriarte /
La muerte de la pareja o un familiar es la mejor prueba para saber o conocer el grado de afecto que los unía. A veces, todo hace suponer la existencia de un odio crónico entre los integrantes de la pareja; a la muerte de uno de ellos, el mundo se derrumba en la conciencia del que queda. Es entonces cuando se valoran las virtudes sobre los defectos que prevalecieron en el malestar mientras coexistían.
En la cotidianidad, las personas conectadas por vínculos afectivos familiares o de amistad llegan a saturarse y perder la calma, la tolerancia, la empatía, la aceptación. Llegan al extremo de pensar o desear la muerte de la pareja, el familiar o el amigo. Cuando esto sucede, en el momento de la noticia no alcanzan a dar crédito a la realidad; cuando van al velorio, piensan que se trata de un sueño. Después del sepelio, la conciencia toca las fibras sensibles del verdadero afecto, del verdadero amor, de la verdadera amistad. La ausencia anuncia un espacio para el recuerdo; el insomnio es la compañía del pensamiento recurrente sobre la ausencia definitiva. Las preguntas llegan y se van, las respuestas se mantienen al margen; son más preguntas y dudas que respuestas certeras.
Después del sepelio es la prueba de fuego, es el momento de reflexión seria, es el tiempo para disponer de emociones y sentimientos encontrados: a veces coraje, frustración, desesperanza, valoración, perdón, disculpas, coraje, ganas de seguir el mismo camino, ganas de gritar, gritos de coraje a la vida, a la circunstancia, al muerto, a Dios; golpes a la almohada, golpes en el corazón, pensamientos y creencias cuya dimensión ocupan el espacio del sueño por unos días.
Después del sepelio las cosas cambian, la vida se torna diferente, el peso de los rencores se re-significa, las creencias se cuestionan, la esperanza se acaba, los corajes se disipan con el calor de la realidad. Después del sepelio viene la reingeniería emocional: los pensamientos pierden su rigidez, las obsesiones se vuelven laxas, el poder pierde su valor, las virtudes del ausente se vuelven visibles. La muerte termina siendo el lienzo donde se escriben los valores y se difuminan los errores del difunto. Hay sus excepciones, pero en general eso pasa después del sepelio.
Para valorar la vida hay que conocer los estragos de la muerte; la agonía que precede a la muerte lleva consigo la enseñanza de lo que hay después del sepelio.















