Por David Uriarte /
Obvio, la caducidad de la vida se mide desde la fecundación hasta la muerte. Habrá nonatos de caducidad muy reducida, es decir, ni siquiera alcanzaron a respirar aire fuera del útero materno; otros tendrán una caducidad de un año, y así sucesivamente, hasta llegar a la caducidad que, en un porcentaje muy elevado, termina en los años de la esperanza de vida, que en México son 75.5 años.
También existen excepciones que no sólo superan la esperanza de vida, sino que rebasan los cien años, aunque la calidad y el estilo de vida es otro tema.
Si la caducidad de la vida es tan relativa, ¿para qué abrir fuentes de discordia?, ¿para qué buscar la descalificación del otro?, ¿para qué despreciar la compañía?, ¿para qué privilegiar la soledad?, ¿para qué preferir el silencio en lugar de ofrecer una disculpa?, ¿para qué pensar en la eternidad de la vida si lo único eterno y seguro es la muerte?
La conciencia de la caducidad de la vida invita a la humildad, a entender que las percepciones no siempre coinciden con la realidad, a diferenciar las creencias y a respetar las diferencias.
La caducidad de la vida tiene dos flancos inamovibles: la fecundación y el acecho de la muerte. La primera ocurre sin la voluntad del nuevo ser; incluso el concepto de voluntad aparece a veces tarde en la vida. Generalmente primero surgen los impulsos e instintos y después la conciencia como tal. En cambio, la muerte acecha todos los días, vestida de cualquier cosa. Las causas de muerte son tan variadas que, en ocasiones, sorprenden con desenlaces súbitos, alejados de cualquier diagnóstico o incluso en la cima de una salud envidiable.
La caducidad de la vida existe como existe la muerte. Puede pasar inadvertida para quienes viven de prisa, aquellos que olvidan que cada mañana trae su tarde y cada tarde su noche.
El último tramo de la vida tiene dos opciones: vivir sin reconocer que existe la muerte súbita —que muchos amanecen en la cálida nube de la gloria y en la noche están en el frío y solitario sepulcro—, o vivir de manera azarosa, con las potencialidades agotadas, con miedo, o con la inocencia de quien se desconecta de la realidad social para vivir como un vegetal a expensas del destino.
La caducidad de la vida establece el principio y el fin: la duración del espacio donde uno retoza, sufre, disfruta y, finalmente, duerme el sueño eterno. La creencia en la vida eterna es otra cosa.













