Por David Uriarte / 

El marketing político no falla, los que fallan son quienes lo aplican de manera torpe y con una lógica derivada de la razón, olvidando o no entendiendo que en ese tema lo que manda es la emoción colectiva.

Lo mismo pasa en el norte que en el sur, el objetivo de una competencia electoral es el triunfo, y sólo se logra con la mayoría de votos, es aritmético el asunto, aunque la voluntad derivada de la libertad es la que se puede influenciar con el Neuromarketing político, muchos estrategas le siguen apostando al ruido mediático.

A veces los candidatos buenos se quedan en el camino por el uso de estrategias fallidas, por seguir creyendo en modelos obsoletos que tuvieron éxito hace veinte o treinta años, con operadores estancados en creencias validas pero erradas.

Antes de atacar a un adversario, el competidor debe valorar el contexto donde se dará el golpe, por ejemplo, decir una verdad no siempre resulta un éxito, no son las verdades las que mueven al colectivo social, son las asociaciones mentales, y para entender eso se necesita un poco o un mucho de experiencia en el campo de la psicología social o de masas, cosa que no se logra viendo un tutorial en YouTube.

Por eso, a veces las estrategias de promoción de imagen parecen todo menos estrategia, es decir, inducen al candidato a realizar cada acción que lejos de mejorar sus números, los empeoran.

No se trata de buenas o brillantes intenciones, se trata de saber cómo tocar las fibras de la emoción social, cómo prender la pasión, cómo apartar o construir un espacio en la mente del que vota; cómo construir la percepción social de ser un candidato confiable, inteligente con humanismo, sensible y empático; esto es un arte.

“Cuando Pedro habla de Juan, dice más de Pedro que de Juan”, este apotegma retrata de cuerpo entero a ciertos candidatos que se pierden en la imagen de su competencia, buscan difundir y magnificar la naturaleza de otros reflejando el tamaño de su miedo o vaticinando su derrota. El marketing político puede ser el punto de apoyo que catapulte al éxito al candidato, o la trampa que le vendan sus asesores dándole “gato por liebre”.